jueves, 30 de julio de 2009

Don Nicolás

Rufina tendía las sábanas del cura, recién lavadas, sobre el frescor de la hierba que se amontonaba salvaje a los lados de la era.
Llevaba toda la vida realizando el mismo ritual. El lavado de la ropa procedía a hacerlo en el pilón del pueblo, donde se juntaban todas las vecinas para hablar de sus quehaceres diarios a la vez que frotaban con fuerza sobre aquellas tablas tan rasposas y untaban la ropa con el jabón elaborado en la última matanza de San Martín.

Fue Matilde quien, acercando su boca al oído de Rufina, la dio a entender que aquellas manchas que frotaba con tanto ahínco no eran fruto de la huella dejada por del sol, sino que fueron provocadas por el amor prohibido que mantenía Don Nicolás con la joven Raquel, hija de soltera de Rufina.

Gran observadora y alcahueta donde las haya, Matilde había visto tiempo atrás cómo Raquel se dejaba caer muy a menudo por el confesionario ocupado por Don Nicolás.
Después de la misa, mientras Matilde se preocupaba por mantener el altar en condiciones óptimas, mantenía ojo avizor para anotar en su mente calenturienta todo aquello que sospechaba que ocurría tras la puerta de la sacristía a la que acudía con la joven después de misa de 12.

Don Nicolás, no llevaba más de 5 años en la parroquia del pueblo, pero eran los suficientes como para que sus aires de galán, y la leyenda de conquistador que arrastraba de parroquias anteriores, cautivaran a las jovencitas que con cualquier tipo de disculpa acudían a él a pedir el consejo de quien se veía con autoridad para dominar voluntades pasivas.

Así, 9 meses después apareció Benjamín, el primogénito de Raquel.

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