Desde un altozano del páramo cerrateño
pude vislumbrar un ligero brillo que llamó mi atención. Acompañado de Jack, un Terrier
blanco con una mancha de color canela en el ojo, me acerqué a través de
aquellos pedregales que cubrían con un manto toda la superficie agreste de
aquella tremenda llanura rota por pequeños montículos de piedra amontonada.
El
reflejo era mi brújula, el que marcaba el camino para llegar al punto marcado.
Un amasijo de pequeños cristales espejados formaba aquel oasis de luz
resplandeciente. Piqué con la puntera de mis botas campo, nada parecía haber
más allá de aquellos tabones apelmazados por la sequedad y la solana propia del
Cerrato. Jack continuó la operación de
excavación con sus pequeñas patas y de allí comenzaron a brotar minúsculas
piezas cerámicas de pálido esmalte que no hicieron otra cosa más que acrecentar
la curiosidad de quien cree haber descubierto el gran tesoro oculto de la estepa
castellana.
Tras
ensalivar aquellos pedazos esmaltados pude notar cómo las impurezas de su
hornada dejaban entrever que aquellos materiales expulsados por la tierra eran
el comienzo de algo importante. Jack era como una máquina de extracción, pronto
sacó una pequeña asa y tras el asa, una pequeña pieza de barro que en su
momento hizo la gran función de iluminar las noches de muchas moradas. Se abría
una nueva era romana a nuestros pies. Gracias Jack.
No hay comentarios:
Publicar un comentario